BAJANDO A LOS INFIERNOS DEMENTES III: CASTIGO ÁSPERO
Entro en el inhóspito lugar donde todo se deshace,
un lugar donde la gente camina despreocupada, sin miedos, conscientes de su
falsedad. Un lugar sociable para los locos, donde cada idea se evapora en un ambiente
de ineptitud. Reducción a lo absurdo.
Correr, no me queda de otra en este mundo oscuro y
si ningún pudor por la estupidez. Voy recorriendo los pasillos negros, dirijo mí
vista a las paredes manchadas de sangre, espera un momento… ¿sangre? Si, en
efecto, sangre de mis antecesores que perdieron el juicio en este infierno de
demencia. No aguantaron más y decidieron acabar con sus vidas.
Esto no me sucederá a mí, aun siento y percibo,
pienso y razono por mí mismo, no me controla el psicodélico deseo de la locura
pasiva. Aun puedo continuar, y así lo hago. Prosigo y observo a los cuerpos
inertes, inertes en razonamiento y sensibilidad. Dibujan muecas en sus rostros,
pienso que debido al alcance de su fin… ser un objeto más, sin preocupaciones
ni responsabilidades. Siendo cargas muy pesadas para los auténticos.
Prosigo mi caminar, y lo vi, al fin lo vi. Al fondo
del pasillo, esa luz que dibuja una silueta sinuosa y reconocible; una soga. Pero
no puede ser, mi subconsciente me proyecta esa imagen, ¿Por qué? Estoy perdiendo
el juicio, pero ¿Qué juicio me puede valer aquí? Pues la respuesta es ninguno. Yo
sólo quiero escapar de aquí, no estar condenado a esta miseria, no quiero oír más
los balbuceos de esos inconscientes que me anteceden. Debo alcanzar esa soga,
esa luz, la luz de la esperanza más pura que jamás sentiré. Esa luz me llevará
a un lugar mejor, seguro.
Avanzo y avanzo, escuchando lamentos, gritos y
penurias varias que me incitan al castigo psicológico. No hago caso a nada. Mi objetivo
estaba fijado ya, debo alcanzarlo. No es tarea fácil, mis piernas cada vez se
hacen más pesadas, mi movilidad se reduce a pasos agigantados. Ya me imagino
como los dementes que habitan estos lares. El miedo inunda mi cara, no quiero
eso, así que prosigo y prosigo, con dolor de piernas, con la cabeza
martilleando sufrimientos, y debido a ello todo se va difuminando. Queda muy
lejano el objetivo, el camino es cada vez más arduo, se inclina más, es una
cuesta sin fin, maldita cuesta.
Al fin alcanzo la luz, estiro el brazo para lograr
tocar el calor que desprende tal luminiscencia. Me alzo en lo alto de la cuesta,
iluminado con ese foco de luz, y en mis manos sostengo la soga. Una duda
sobrevuela mi cabeza: morir o no morir. Con ambas opciones tengo mucho que
perder, pero tan solo elegir la correcta para salvarme. Estoy predispuesto,
trago saliva, suspiro mientras agarro esa dichosa cuerda con fuerza. Con movimientos
temblorosos alzo mis brazos sobre mí para colocar la cuerda en mi cuello. Es áspera,
hace daño, mi propia ansiedad hace que la cuerda se ajuste más a mi pescuezo. Cada
vez aprieta más.
Gritos varios retumban la estancia, me quieren
embaucar para que baje de mi pedestal maldito y me una al círculo de
desterrados de la razón, a esos ineptos locos. Tapo mis oídos para no escuchar más,
mientras repaso en mi mente la imagen de quien me hizo entrar en este sitio,
esa figura salvadora que me acompaña en estos momentos de precariedad en los
infiernos. Esa figura regresa a mi como el hambre, recordándome que siempre
estará conmigo.
Todo está en silencio, como si el tiempo se
detuviese, estoy preparado. Los recuerdos se deshacen como cenizas, las
palpitaciones de mi corazón se aceleran. Todo está en calma y yo aquí me hallo,
estaré allí con ella con una sonrisa en mi cara. Silencio de fricción.
Por JESÚS CAMPOS MÁRQUEZ
Estudiante de Historia en la Universidad de Sevilla
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